Agatha

Tenía 12 años cuando mi padre Algos me contó que mamá se había ahogado. Ella se llamaba Agatha, era filóloga de gran prestigio y la mejor madre. Mi abuela Irene fue quien realmente me crio ya que mi padre estaba más pendiente de su cerveza que de alimentarme. Los primeros dos años los pase muy mal y no quería hacer nada. Prefería soñar a estar despierta porque aunque ese sueño no fuera real, conseguía revivir a mi madre por unos momentos. Poco a poco lo fui superando y los libros siempre fueron mi mayor apoyo junto a mi abuela, que falleció años después.

Siempre tuve claro que me dedicaría a la filología clásica al igual que mi madre. Siempre me fascinaba como leía los libros en latín, una lengua que me parecía tan lejana pero a la vez tan bella. Es por eso que me enseñó aquella lengua y cuando murió la fui aprendiendo de forma autodidacta. Un día, fui a buscar un ejemplar de su larga estantería de clásicos. Allí encontré un libro roto por los bordes y la inicial A. Pensé que se trataba de una obra de Apuleyo, pero no. Estaba escrita íntegramente en latín y me di cuenta de que era la letra de mi madre, y me quedé aterrorizada al ver que entre esas líneas solo había sufrimiento y lágrimas que se dejaban entrever por las páginas arrugadas que decían : “Antes tenía el poder de sonreír aún estando triste, pero ya se me agotó. Tu padre continuamente me oprime y debo escapar, para eso fingiré mi muerte. Quisiera llevarte conmigo, pero no puedo. Solo rezo para que algún día llegues a leer esto. No espero que me perdones, solo pido verte una vez más. Me marcho a la pequeña isla donde íbamos a coger flores y allí construiré una casa de color verde esperanza.”

Rompí a llorar. Mi madre estaba viva y tuvo que huir por culpa de mi padre. No me lo pensé dos veces y cogí la maleta con provisiones y dinero para la barca. Tarde dos días en llegar. Había unas cabañas y tres casas, pero solo una casa verde. Estaba muy nerviosa y ansiosa, llamé a la puerta y la vi. Una sonrisa y el sollozo le inundaron la cara, mientras que yo no paraba de abrazarla. Le conté todo lo que había hecho estos últimos años sin ella y lo mucho que la echaba de menos. Pude ver como la felicidad recorría su cuerpo y a la vez se rejuvenecía. Más tarde me contó como fingió su muerte: “Era un día nublado y con tormentas, le dije a tu padre que me iba a bañar un rato en el mar. Me fui a lo alto de la colina que daba al mar y arrojé allí mi ropa para que pareciera que me había ahogado por la tormenta. Después de eso, me marché a esta isla donde vivía poca gente y poco a poco me fui integrando con la naturaleza.”

María S. Sergueeva 2020


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